Se aproximan las fiestas Navideñas y
una de las conversaciones frecuentes es sobre la comida. Sin lugar a duda los
ágapes en torno a estas fiestas marcan la idiosincrasia propia de la Navidad.
La mayoría de la gente entiende
que, en estas fiestas, la comida tiene que ser abundante hasta atorar el
gaznate y la bebida tan fluida que te haga perder el sentido; no es una
cuestión de hoy en día ya los antiguos villancicos nos hablan de esta
tradicional distorsión: “Esta noche es nochebuena y mañana navidad saca la bota
Maria que me voy a emborrachar. Ande, ande, ande la marimorena…”
El arte de comer bien en Navidad
esta en la Felicidad de recibir al Redentor del mundo, pues vaya contradicción
si la fiesta se centra en la borrachera y la comilona. Él quiere que celebremos
su nacimiento con algún extra que no es habitual en otras fechas y que ahora al
celebrar este gran misterio nos da licencia para probarlo … y ahí entra el arte
de comer y beber bien que no es el exceso sino la exquisitez, un arte que nos
nutre alma y cuerpo.
De esta manera todos los sentidos
se encienden cuando un buen plato llega a nuestra mesa, al igual que nos
paramos frente a un gran cuadro en una exposición y nuestro cuerpo se estremece
ante semejante belleza. Pero en el arte pictórico sólo es el sentido de la
vista quien se percata, en la gastronomía son no solo el gusto, sino el aroma,
el tacto con las texturas, además de la vista pues las actuales formas de emplatar
son de unos cromatismos impensables.
Conseguir la destreza
gastronómica donde se conjuguen todos los sentidos requiere una sensibilidad
fuera de lo normal, solo al alcance de virtuosos, que además tiene la habilidad
de hacerlo entre fogones.
Así el arte de comer no es el de
llevarse el plato a la boca, sino también el de preparar el plato de tal manera
que una vez a recorrido todos los sentidos llegue a las papilas gustativas tal
como lo ideamos y que el comensal saque una expresión sonora de satisfacción,
una mirada de admiración, y una parálisis facial instantánea de perplejidad.
Y si a todo esto descubrimos un
maridaje perfecto con un buen vino, donde él “El Vino” ella “La Comida” se
acoplan de tal manera que fuera la primera noche de bodas hemos llegado a lo
más sublime donde la gastronomía supera a cualquier arte; lo lastima es que
este es efímero y desaparece quedando sólo el recuerdo.
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